Lo que la ciencia nos dice sobre las formas de afrontar la crisis climática
Por Antonio F. Rodríguez
Este agosto, aprovechando las vacaciones veraniegas, al fin pude ojear con más tranquilidad el último informe de mitigación del IPCC. Y me topé con una sección titulada Socio-cultural drivers of climate mitigation, la cual creo que recoje bien la esencia de un problema que cada vez se hace más bola en la lucha contra la crisis climática.
Este problema consiste, principalmente y desde mi punto de vista, en la confusión sobre la estrategia por la que debemos optar para combatir la crisis climática. ¿Deberíamos alarmarnos de un colapso inminente y cambiar radicalmente nuestros estilos de vida? Mejor dicho, ¿es esto posible? ¿O nos podemos conformar con ir cambiando algunas cosas poco a poco, sustituyendo tecnologías y manteniendo en esencia nuestro estilo de vida? ¿Acaso tenemos tiempo para esto último?
Pues bien, partiendo de este tipo de preguntas, y ayudándome de esta sección del IPCC, escribí un artículo para Climática en el que trato de explicar el problema y hago algunas reflexiones personales. Os dejo aquí también el artículo:
Lo que la ciencia nos dice sobre las formas de afrontar la crisis climática
La idoneidad de las diferentes estrategias por las que se puede optar frente a la crisis climática es un leitmotiv dentro del movimiento ecologista. Para empezar a tratar este tema, es importante establecer una hipótesis: la crisis climática es, en esencia, una crisis social y política. Y lo es porque “lo ecológicamente necesario es hoy cultural y políticamente imposible”, como explica el filósofo Jorge Riechmann. Es innegable que vivimos en una sociedad de consumo donde se han sobrepasado los límites ecológicos que nuestro planeta puede soportar: se calienta la atmósfera, se acidifican los océanos, se extinguen las especies, y un largo y triste etcétera. Sin embargo, sigue pareciendo imposible que la humanidad renuncie al modo de vida que nos hace vulnerar esos límites. Sigue siendo impensable que la población deje de comer dietas insostenibles, de vestir moda perecedera, o de utilizar todo tipo de artilugios tecnológicos programados para su obsolescencia. Por tanto, estamos ante un desafío social y político sin precedentes, en el que parece que tendremos que cambiarlo todo, pero sin que nada cambie (de momento).
Dos polos antagónicos en el movimiento ecologista
Ante esta enorme disputa al orden social, donde hay muchos ganadores y perdedores, se generan posturas diametralmente opuestas que confrontan por dominar el debate público. Cuando uno se acerca al problema de la crisis climática, es capaz de percibir todas esas aristas que provocan todo tipo de opiniones. Bajo mi punto de vista, el origen de buena parte de esa discordia se encuentra en el dilema maximalismo-pragmatismo. Sé que estoy reinventando la rueda. Es el viejo dilema de la revolución frente al reformismo. Personas que solo se conforman si todo cambia, frente a personas que se conforman con ir avanzando gracias a cambios graduales.
En este punto, hay que resaltar que el ecologismo es un movimiento complejo, en cuyo seno se debaten cuestiones independientes pero que se combinan entre sí, dando lugar a multitud de posiciones diferentes. De esta forma, se discuten asuntos como la necesidad de contar con mercados para gestionar la transición ecológica, los límites del crecimiento económico (con propuestas decrecentistas y de crecimiento verde), e incluso la viabilidad del capitalismo como sistema económico, entre otros.
En cualquier caso, vamos a tratar de abordar la dicotomía maximalismo-pragmatismo simplificando al movimiento ecologista en dos grandes grupos. De esta forma, podemos decir que el ecologismo es aquello que está comprendido entre dos polos que se disputan la hegemonía dentro del movimiento y que se basan en corrientes de pensamiento antagónicas. De nuevo, es importante entender que existen matices y posturas intermedias entre esos dos polos.
En un lado, un sector maximalista o revolucionario del ecologismo que plantea un cambio de vida radical frente al colapso: hay que abandonar urgentemente hábitos de vida que llevan asentados varias generaciones, por otros modos sostenibles. Si no lo hacemos de forma inmediata, lo que nos espera es el colapso de la civilización como la conocemos: hambrunas, sequías, conflictos bélicos, etc. Este sector se suele alinear con planteamientos heterodoxos y decrecentistas. Una referencia de este sector lo podemos encontrar en Extinction Rebellion.
En el otro extremo, existe un ecologismo pragmático o reformista en tanto que no pone en cuestión las reglas del juego de nuestra sociedad contemporánea. Este sector no plantea la necesidad de abandonar buena parte de los hábitos de vida actuales, ya que será la tecnología la que nos salvará: el problema se resolverá cuando sustituyamos unas tecnologías viejas y sucias por otras limpias y verdes. Este sector está alineado con el crecimiento verde y suele tener confianza en los mecanismos de mercado: si se crean los incentivos económicos necesarios, casi todo se puede conseguir (abaratar tecnologías limpias, abatir emisiones, etc). Es difícil encontrar ejemplos muy concretos, porque este sector es abrumadoramente hegemónico: hasta donde conozco, todos los planes nacionales de descarbonización y los acuerdos internacionales climáticos están plenamente alineados con esta postura.
La dinámica que existe entre estos dos polos es bien conocida, y en muchas ocasiones tenemos que lidiar con argumentos en los que ambos parecen tener razón, pero que también parecen ser irreconciliables. Pues bien, ¿qué dice la ciencia al respecto? ¿Podemos romper con todo y crear un nuevo paradigma ecológico? ¿O podemos conformarnos con pequeños cambios graduales y mantengamos en esencia el mismo modo de vida?
¿Qué nos dice la ciencia?
El IPCC es un panel de especialistas ligado a la ONU que estudia los riesgos del cambio climático, sus potenciales impactos, y las opciones que tenemos para la mitigación y adaptación. Este grupo goza de gran reconocimiento en la comunidad científica, y su trabajo consiste en revisar la literatura existente sobre estos temas y sintetizarlos en sus informes periódicos. En su última publicación (Sexto Informe de Evaluación), el Grupo de Trabajo III sobre mitigación del cambio climático dedica una pequeña sección (apartado 5.4.2) a “los impulsores socioculturales de la mitigación climática”. Son apenas 4 páginas y media con información valiosísima. A continuación, reflexiono sobre algunas líneas del informe que me han parecido especialmente interesantes para este debate. Aunque si tenéis un rato, os recomiendo que lo leáis entero.
“Las narrativas [sobre el cambio climático] permiten a las personas imaginar y dar sentido al futuro a través de procesos de interpretación, comprensión, comunicación e interacción social. Las historias sobre el cambio climático son relevantes para la mitigación de muchas maneras. Pueden ser utópicas o distópicas, por ejemplo, presentando historias e imágenes apocalípticas para captar la atención de las personas y evocar una respuesta emocional y conductual. Se ha demostrado que leer historias sobre el clima causa influencias a corto plazo en las actitudes hacia el cambio climático, lo que aumenta el conocimiento de que el cambio climático es causado por el ser humano, y aumenta la prioridad de este problema. Las narrativas climáticas también se pueden usar para justificar el escepticismo de la ciencia, reuniendo coaliciones de diversos actores en movimientos sociales que tienen como objetivo prevenir la acción climática”.
Para conseguir que la ciudadanía asuma el esfuerzo de la transición ecológica, es crucial que se entienda que el cambio climático tendrá un impacto negativo real en nuestras vidas futuras o en la de nuestros hijos y nietos. Esto se consigue con narrativas, mostrando que la inacción tendrá consecuencias. Pero también creo que, como explica el IPCC, algunas narrativas pueden ser armas de doble filo. Los discursos apocalípticos y colapsistas no ayudan mucho a construir un futuro mejor. No me refiero a esos en los que se avisa de que la completa inacción nos llevará a un futuro terrible (porque probablemente no se equivoquen mucho), sino a aquellos determinismos que avocan a un colapso sin remedio, en el que no existe ninguna solución salvo la ecoansiedad, y cuya única conclusión posible es que “no hay nada que hacer”. Al fin y al cabo, no deja de ser una forma más de negacionismo climático: ¿para qué esforzarnos en una batalla que ya está perdida?
“La adopción de nuevas narrativas climáticas está influenciada por las creencias políticas y la confianza. Los decisores políticos pueden conseguir la reducción de emisiones empleando narrativas que tienen un amplio atractivo social, fomentando el cambio de comportamiento y complementando medidas regulatorias y fiscales. Las narrativas basadas en la justicia pueden no tener un atractivo universal: en un estudio del Reino Unido, las narrativas de justicia polarizaron a las personas según líneas ideológicas, con un menor apoyo entre las personas con creencias de derecha; por el contrario, las narrativas centradas en el ahorro de energía, evitar el desperdicio y valores patrióticos fueron más ampliamente apoyadas en la sociedad”.
Esta idea es fundamental. Aunque haya que dar la batalla para que la transición ecológica tenga mayor compromiso social, no parece que vayamos a conseguir en el medio plazo que una mayoría social sea vegana y haga todos sus trayectos en bicicleta y tren. Hay que intentar involucrar a todo el mundo en esto, y para ello puede ser necesario apelar a valores universales. Por ejemplo, ¿queremos impulsar la compra de productos locales? Es posible que haya mucha gente que se sienta más interpelada por el patriotismo (generación de riqueza y empleo nacional) que por el ecologismo.
“La acción sobre la mitigación climática está influenciada por nuestra percepción de lo que otras personas comúnmente hacen, piensan o esperan, lo que se conoce como normas sociales, aunque las personas a menudo no lo reconocen. Cambiar las normas sociales puede fomentar la transformación social y los puntos de inflexión social para abordar la mitigación climática. Proporcionar retroalimentación a las personas sobre cómo se comparan sus propias acciones con las de otros puede alentar la mitigación, aunque el tamaño del efecto general no es fuerte. Las normas en tendencia son comportamientos que se están volviendo más populares, incluso si actualmente los practica una minoría. Comunicar mensajes de que el número de personas que se involucran en un comportamiento de mitigación (por ejemplo, dar una donación financiera a una organización de conservación ambiental) está aumentando (una simple intervención política de bajo costo) puede alentar cambios hacia el comportamiento objetivo, incluso si el tamaño total del efecto es relativamente pequeño.
[…]
El contagio conductual, que describe cómo las ideas y los comportamientos a menudo se propagan como enfermedades infecciosas, es uno de los principales contribuyentes a la crisis climática. Pero también se puede aprovechar el contagio para mitigar el calentamiento global. Los patrones de consumo intensivos en carbono se han convertido en la norma solo en parte porque no se nos cobra por el daño ambiental que causamos. La principal razón de estos patrones de comportamiento ha sido la influencia de los demás, porque lo que hacemos influye en los demás. Por ejemplo, una instalación solar en la azotea al principio del ciclo de adopción genera una instalación de imitación en el mismo vecindario en un promedio de cuatro meses. Estas instalaciones se duplican cada cuatro meses, resultando que una sola nueva instalación da como resultado 32 instalaciones adicionales en solo dos años. Y el contagio no se queda ahí, ya que cada familia también influye en amigos y parientes en lugares lejanos”.
Estas ideas apelan directamente a la importancia del comportamiento individual. Por ejemplo, una de las razones que mueven a muchas personas a seguir una dieta vegana es la de crear precedente y servir como ejemplo para los demás. Como explica el IPCC, puede que el número total de veganos sea tan pequeño que probablemente no tenga un gran impacto real en la mitigación climática. Pero puede ser muy útil al producirse un efecto multiplicador en nuestro entorno, donde se generan debates en torno a conflictos éticos. Aunque necesitamos cambios tan profundos en las normas sociales que no basta solo con iniciativas individuales, estas ayudan a generar conciencia de cambio. Es importante demostrar que se puede vivir de otra manera y unir a más gente a la lucha climática. Esto, por supuesto, aplica a muchas otras iniciativas: autoconsumo, modos de transporte activo, etc.
Las normas sociales con las que habitamos nuestro día a día importan mucho. Aunque sea necesario romper con muchas de ellas, debemos aprender a transicionar teniéndolas muy en cuenta. Es difícil (y altamente improbable) alcanzar modos de vida sostenibles si para ello hay que abandonar de la noche a la mañana hábitos que llevan establecidos varias generaciones. Hay que entender que estos hábitos otorgan confort, estatus y/o identidad a los que lo practican. No es una defensa al statu quo, pues cualquier proceso transformador puede fracasar si no se tiene en cuenta la realidad sociocultural en la que vivimos.
Tener objetivos de largo alcance, que planteen cambios profundos en la sociedad de consumo, es necesario para saber hacia dónde queremos avanzar. Pero no resulta realista aspirar a alcanzarlos de forma súbita y por las bravas. Por ejemplo, ¿queremos vivir en ciudades diseñadas para los seres humanos y no para los coches, donde dejemos de ser dependientes de los automóviles? Sin duda, trabajemos para que sea posible. Pero también necesitamos urgentemente que los coches que siguen circulando sean eléctricos para reducir las emisiones y mejorar la calidad del aire que merma nuestra salud. Tenemos que entender la realidad sociocultural en la que vivimos y dar la pelea en ese marco: mientras sigan circulando coches (nada parece indicar lo contrario en el corto plazo), mejor que sean eléctricos a que sean de combustión. Luchar por hacer realidad lo que tenemos a mano no es ninguna banalidad.
“Los movimientos sociales climáticos abogan por nuevas narrativas o marcos para la mitigación climática (por ejemplo, ‘emergencia’ climática); critican los significados positivos asociados con las tecnologías o prácticas de alta emisión; muestran desaprobación por comportamientos de alta emisión (por ejemplo, a través de la ‘vergüenza de vuelo’); proponen cambios de comportamiento (p. ej., cambiar al veganismo o al transporte público); se manifiestan contra la extracción y el uso de combustibles fósiles; y tienen como objetivo aumentar la conciencia entre ciertos grupos sociales (por ejemplo, jóvenes o comunidades indígenas) de que un cambio estructural es posible. Las huelgas climáticas se han vuelto internacionales, por ejemplo, las huelgas de septiembre de 2019 involucraron a participantes en más de 180 países. Gracias a la digitalización, estos han dado voz a los jóvenes sobre el clima y han creado una nueva cohorte de ciudadanos activos que participan en manifestaciones climáticas”.
Como decíamos antes, tenemos que entender el mundo en el que vivimos y pelear con el marco cultural que nos hemos encontrado. Pero también es importante aspirar a que ese marco cambie para hacer posibles cambios más profundos. La pulsión de los movimientos sociales y ciudadanos organizados es fundamental para reivindicar cambios estructurales y empujar hacia una mayor ambición climática.
“La imposición de políticas climáticas ‘de arriba hacia abajo’ por parte de los gobiernos puede traducirse en oposición local cuando se percibe como injusta y carente de transparencia. Los decisores políticos pueden generar confianza y aumentar la legitimidad de las nuevas políticas mediante la implementación temprana y amplia de la participación pública y de las partes interesadas, evitando las posiciones ‘NIMBY’ sobre los objetores y adoptando principios de ‘Transición justa’. Los mecanismos participativos que permiten la deliberación de una muestra representativa del público (como en la Asamblea Climática del Reino Unido) pueden mejor la información de políticas y aumentar la legitimidad de las acciones políticas que sean nuevas y difíciles”.
Los chalecos amarillos suelen servir como ejemplo para explicar la necesidad de una transición ecológica justa: en Francia, tras varios años de fuertes recortes en el transporte público periférico y rural, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, decidió aumentar el impuesto a los combustibles fósiles mientras bajaba el impuesto al patrimonio de las grandes fortunas. Los franceses, con ese carácter reivindicativo que les caracteriza, se opusieron con firmeza, hasta conseguir que el gobierno reculara. La percepción de injusticia social, pérdida de nivel adquisitivo y falta de transparencia hizo inviable una política que inicialmente se propuso como desincentivo al uso de combustibles fósiles. Si las políticas climáticas generan la percepción de que una mayoría social resulta perdedora, tiene muy pocas posibilidades de ser efectiva.
No se puede prescindir de nadie
La crisis climática es un desafío de tal magnitud que no nos podemos permitir prescindir de nadie que quiera ayudar de forma sincera y desinteresada. Ante esta premisa, y atendiendo a lo que nos dice la ciencia, los dos polos antagónicos que definíamos al principio pueden ser necesarios.
Por una parte, no podemos prescindir de posiciones constructivas con las que podamos conseguir cambios reales y tangibles dentro de nuestro marco cultural actual. No hay que olvidar que la crisis climática no es un problema de todo o nada, sino gradual, en el que cada centésima de grado de calentamiento global cuenta. Por ello, no podemos minusvalorar cambios que, aunque no sean estructurales, nos ayuden a la mitigación climática. Tenemos que utilizar todas las herramientas a nuestro alcance para involucrar a cuanta más gente posible, y para ello no podemos crear nichos ideológicos, sino tratar de interpelar a todo el mundo que se pueda sentir identificado con la lucha climática. Además, para evitar una oposición social, es importante que las políticas sean compatibles con los valores culturales y que no generen percepción de injusticia. Una transición justa no solo es necesaria por motivos éticos, sino también de eficiencia.
Por otro lado, tampoco nos podemos permitir perder el norte de hacia dónde queremos dirigirnos como sociedad. Los movimientos sociales nos empujan hacia metas más ambiciosas y denuncian las consecuencias de nuestra inacción. Las narrativas que divulgan estos grupos son cruciales para conseguir interpelar a todo el mundo y cambiar ideas hegemónicas que dificultan cambios estructurales necesarios. A título individual, aunque nuestros cambios de comportamiento sean como un granito de arena en medio de un desierto, no dejan de ayudar a generar un cambio mayor en nuestro entorno, planteando conflictos éticos y sirviendo como ejemplo de que esos cambios son posibles. El efecto multiplicador funciona.
Aunque también hay que alertar de los peligros que nos encontramos con cada uno de estos polos. Dar pasitos en nuestro día a día con lo que tenemos entre manos es necesario, pero probablemente no sea ni de cerca suficiente. Solo con cambios tecnológicos no se puede resolver la crisis climática, por lo que necesitamos mucho más. En el otro extremo, también debemos tener mucho cuidado con discursos colapsistas sin remedio, que solo desalientan y frustran cualquier cambio posible. Exigir cambios radicales de la noche a la mañana, sin voluntad real de construir algo mejor con lo que tenemos entre manos, solo sirve para la autocomplacencia.
Por todo esto, un buen enfoque puede ser el de entender la dicotomía de los dos polos antagónicos del movimiento ecologista como dos faros que nos dan luces y sombras. No se trata de una discusión dialéctica, donde una triunfa necesariamente sobre la otra, sino de una discusión dialógica, donde ambas son necesarias, pero que también encierran riesgos. No podemos prescindir de nadie para la transición ecológica.
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